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No hay derecho de huelga para alterar, durante su vigencia, lo pactado en un acuerdo colectivo

La evolución del conflicto social que se vive en estos días en Salta es veloz y sorprendente. Lo que había comenzado como una reivindicación laboral colectiva se ha transmutado en un conflicto pluriindividual, primero; más tarde en una huelga extorsiva sin apenas componentes laborales, y en las últimas horas se ha convertido en un grave problema de orden público.

 

Razones, por tanto, hay para que el gobierno se muestre desconcertado frente a un fenómeno de tamaña complejidad; pero ninguna razón para que sus funcionarios dejen de actuar y omitan el cumplimiento de sus deberes, a la espera de que pase la tormenta.

 

Cuando la protesta social legítima deja paso a actitudes violentas y dañinas para la convivencia, el gobierno tiene la obligación de quitarse rápidamente la vestimenta de empleador y dejar de preguntarle al espejito de Blancanieves si ha sido el más generoso en las mesas de negociación colectiva más o menos recientes. Su deber es no vacilar ni por un minuto a la hora de asegurar la restitución del orden público alterado. En un contexto como este, la «paz social» se convierte en un objetivo secundario.

 

La restauración del orden público no es competencia de los jueces, como se pretende que creamos. El órdago de los autoconvocados se dirige al gobierno y es el gobierno el que debe reaccionar, sin volver la vista al pasado, sin decir aquello de «miren qué bueno que he sido». En este sentido, el ejemplo de una jueza que se lía el poncho a la cabeza y que sale como fiera de su despacho a «prevenir» los desórdenes, es un pésimo ejemplo, indigno del Estado de Derecho.

 

Lo primero que debería hacer el gobierno, si de verdad quiere deshacer el entuerto, es tener las cosas claras, ser consciente de sus propios recursos (y de su eficacia), saber cómo ponerlos en marcha, y no preocuparse tanto por criticar la falta de legitimidad de los revoltosos, pues la deslegitimación de una protesta social violenta y extorsiva se produce naturalmente, por decantación, sin necesidad de recurrir a campañas mediáticas, sin desgastar innecesariamente a ministros «paragolpes».

 

Si bien el gobierno no debe plantearse entrar en un combate de «legitimidades», debe tener presente en todo momento que la suya es incuestionable, puesto que -a pesar de las torpezas de sus funcionarios- su actuación está invariablemente guiada y protegida por el principio de legalidad. Por tanto, cualquier apartamiento de la ley en que incurran los funcionarios del gobierno autorizará a su antagonista a perseverar en sus actitudes contrarias a Derecho. Este no es el mejor escenario entre todos los posibles.

 

Los funcionarios, del nivel que sean, no pueden otorgar el tratamiento de «huelga» a una operación extorsiva, cuidadosamente diseñada por agitadores profesionales con el objeto de desconocer o alterar el resultado de las pasadas elecciones del 14 de mayo. El abultado porcentaje de votos que ha plebiscitado la gestión de Gustavo Sáenz puede reducirse a unos pocos puntos si el Gobernador o sus funcionarios cometen un error de percepción sobre la naturaleza y la finalidad del conflicto. Si el gobierno no acierta a distinguir entre una huelga y una protesta extorsiva con tintes sediciosos, los únicos perjudicados serán los trabajadores, pues su instrumento de autotutela por antonomasia (el único auténticamente efectivo que le otorga el Ordenamiento) se confundirá sin remedio con las conductas ilegales más dañinas y los trabajadores verán así retroceder sus históricas conquistas a niveles que no han conocido en los últimos ciento cincuenta años.

 

LA REFLEXIÓN JURÍDICA

Ante este panorama tan desasosegado, las reflexiones jurídicas pueden parecer superfluas, inoportunas o «demasiado frías»; pero el gobierno no puede renunciar a ellas y creer ingenuamente que todo se resolverá a su favor gracias a su mayor «habilidad en la lucha política».

Entre estas reflexiones jurídicas imprescindibles me gustaría subrayar dos, que no por ser de sobra conocidas deja de ser oportuno volver a poner sobre la mesa.

 

La primera es que nuestra Constitución Nacional no ampara de ningún modo el ejercicio del derecho de huelga cuando con lo que se pretende con él es alterar o desconocer lo pactado en un acuerdo colectivo.

 

Han dicho los tribunales de justicia que los convenios y acuerdos que se encuentran dentro de su periodo de vigencia solo pueden ser objeto de huelgas -es decir, excepcionalmente- cuando exista un incumplimiento por parte del empleador de lo acordado, o cuando se reclame una interpretación diferente a la realizada hasta ahora. Ninguno de estos dos casos se da en Salta ahora mismo.

 

¿Que los autoconvocados no han firmado el acuerdo? Es verdad, pero el hecho de que no lo hayan suscrito no significa que el acuerdo no los alcance de lleno y, desde luego, que no estén obligados a respetarlo y cumplirlo. Desobedecer a un acuerdo colectivo, negar la legitimidad de su contenido normativo, es desobedecer a la ley y constituye, por tanto, una falta laboral muy grave.

 

La razón legal de esta extensión del ámbito subjetivo del acuerdo es muy sencilla: los sindicatos que lo han negociado y concluido representan a todo el sector de actividad y no solo a sus afiliados (artículo 8 de la ley 14.250).

 

La razón sociológica no es menos contundente: el sindicato que ostenta la mayor representatividad en un sector determinado de la economía tiene el legítimo derecho a representar en la negociación colectiva, no solo a los trabajadores afiliados a sindicatos menos representativos sino también a los que no están afiliados a ningún sindicato, incluidos aquellos que, por razones ideológicas o estratégicas, rechazan las formas organizativas y los métodos de los sindicatos tradicionales.

 

Pero los autoconvocados dicen que los sindicatos formales «no los representan», que existe una «crisis de representatividad» y que ellos -más listos- ejercen una suerte de «democracia directa» a través de sus asambleas.

 

La representatividad de los sindicatos se puede cuestionar y denunciar hasta el infinito (por las vías que corresponda); pero jamás se puede poner en entredicho los frutos de la negociación colectiva argumentando la falta de representatividad sustantiva de sus signatarios.

 

Es muy cierto que la estructura sindical argentina favorece la preeminencia de organizaciones rígidas y burocratizadas, pero por lo que deben luchar los trabajadores es por una reforma laboral profunda que democratice a los sindicatos y modernice sus estructuras y procedimientos. Enfrentar a la burocracia sindical fuera de la ley, negando validez a los acuerdos que han firmado y recurriendo a métodos bárbaros para quitarles legitimidad es, para el movimiento obrero, lo más parecido a escupir hacia arriba.

 

¡Quién no simpatiza con un sindicalismo reivindicativo receloso de las cúpulas y promotor de las decisiones de las bases! Pero convendría recordar que el sindicalismo asambleario más puro (el que reivindica la espontaneidad y hace gala de su desorganización) es un fenómeno característico de la primera revolución industrial; es decir, una venerable antigüedad que felizmente ha sido superada por la racionalidad legal y por la práctica sindical, que duran ya un poco más de dos siglos.

 

Ninguna «crisis de representatividad» se soluciona volviendo a la prehistoria del sindicalismo ni atrasando el reloj del movimiento obrero. Los trabajadores -antes que el gobierno- deben darse cuenta cuanto antes de que las asambleas de espontáneos no comportan un paso adelante en la representación de los trabajadores, sino que, al contrario, comportan su negación total.

 

Si el sindicalismo espontáneo y asambleario quiere cambiar de raíz el «sistema» y no se anima a hacerlo desde adentro, es porque teme al poder de los sindicatos legalmente constituidos (a la «burocracia sindical», según ellos), más que al poder que pudiera ejercer el gobierno.

 

La organización sobre bases racionales de estos grupos anómicos, en vez de abocarlos a una indeseada burocratización, no hará otra cosa que reforzar su capacidad de interlocución y mejorar su posición de cara a la participación institucional. Hoy, ambas facetas de la actividad sindical, por la propia forma que han elegido para protestar, son intrascendentes.

 

No es el gobierno -como se ha dicho- el que debe forzar a los autoconvocados a adoptar la forma de una asociación sindical, pues esta es una decisión exclusiva de los trabajadores. Lo que sí deben saber los «desorganizados» es que mientras se sigan resistiendo a cumplir con la ley y con los convenios internacionales, la protección que el Ordenamiento dispensa a las organizaciones de trabajadores no les será aplicable y que sus actitudes extremas pueden y deben ser perseguidas por la vía penal.

 

Si esto es lo que pretenden los agitadores, pues será la confirmación de que su intención no es otra que la de retrotraer al movimiento obrero salteño a los albores de la revolución industrial, épocas en que las que -casi todo el mundo sabe- la coalición sindical era castigada con la cárcel.

 

Fuente: Iruya.com

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